domingo, 30 de junio de 2019

Libres para amar

Las lecturas de este domingo una tras otras se empeñan en hablarnos del discípulo; tanto la primera con Eliseo sucesor de Elías como el Evangelio, en el que vemos debilidades de los apóstoles y la exigencia de seguir a Cristo a lo largo de la vida.
Ocurre con frecuencia que cuando pensamos en la vocación cristiana, ya sea en el matrimonio, en la vida consagrada, en el sacerdocio, y en la vida cristiana en general que todos compartimos, nos fijamos en primer lugar en esas exigencias, y entonces todo parece un poco cuesta arriba, cuando en realidad en la vida cristiana lo primero no son las exigencias, en primer lugar no se sitúa lo que tú y yo tenemos que hacer, sino lo que nos aporta Jesucristo para nuestra vida y qué es lo que Él hace en nosotros a través del envío de su Espíritu Santo.
Lo primero en la vida del cristiano no son ni han de ser los mandamientos, con toda la importancia que tienen, —pues explicitan y concretan el amor a Dios y el amor al prójimo; sin embargo, los mandamientos si los ponemos en primer lugar en nuestro vida cristiana tienen la capacidad de hacer que todo cueste más, y no es esa su función en nuestra vida junto a Jesucristo, como discípulos suyos. 
La vida cristiana no es una moral, una forma de vivir y ya está. Pensar eso es mutilar nuestra vida, es un cristianismo sin Cristo.

Lo primero en la vida del cristiano es la fe, es decir, el encuentro salvador con una Persona a la que reconocemos como nuestro Mesías y Salvador, un encuentro maravilloso capaz de dar al hombre y a la mujer de hoy una perspectiva nueva de vida, con más luz, con más colorido, con más fuerza.
Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Por tanto, manteneos firmes y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud. 
Vuestra vocación es la libertad.
Hoy que se nos llena la boca de libertad, de que somos libres… y, sin embargo, cada vez da la impresión de que somos más esclavos de nuestros egoísmos, de nuestros pecados, de aquello que daña la relación con Dios, entre nosotros y con nosotros mismos.
Libre no es el que hace lo que le da la gana, sino el que hace en cada momento lo que tiene que hacer, el que vive comprometido con el bien de los demás, el que trata a Dios con amor y también al prójimo, aunque le cueste, aunque no le apetezca.

Esta es la gran libertad que nos trae Cristo, y que hace posible en nosotros gracias a los Sacramentos, que son la presencia vida de Cristo en medio de su Iglesia, en cada uno de nosotros, como miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. 
Una libertad para amar siempre y a todos sin excepciones, una libertad para tratar de estar cada vez más unidos, en unos valores más grandes, más fuertes, para vivir una comunión más fuerte no solo entre nosotros, sino desde el Espíritu Santo que nos une a todos. 
La libertad de Dios en nuestra vida, la libertad de Jesucristo en el evangelio que se entrega por todos con un amor generoso y alegre, un amor redentor. 
Solo si descubrimos la vida en Dios a través de Jesucristo y el Espíritu Santo podremos disfrutar de esa libertad grande propia del discípulo de Jesús: capaz de amar a los que le rechazan sin desear que caigan rayos y fuegos del cielo; capaz de dejar todo lo que haga falta para seguir a Jesús: camino, verdad y vida
Por eso, —insisto una vez más—, necesitamos que nuestra fe tenga fuerza en nuestra vida, más fuerza que cualquier otra consideración humana por más razonable que nos pueda parecer en algunos momentos de nuestra vida.

Necesitamos vivir los sacramentos con fe y con la fuerza del Espíritu Santo, necesitamos dejar regenerarnos por la Confesión y fortalecer por la Eucaristía bien vivida todos los domingos, evitando distracciones, conversaciones y todo lo que nos aparte de este momento tan grande.

No somos los santos que se acercan a Dios, somos los pecadores necesitados de salvación, los pecadores que confían en la fuerza de Cristo, en su misericordia para transformar el mundo,, discípulos que se saben instrumentos en manos de Dios, —como Eliseo—, que han recibido no cualquier espíritu, sino el Espíritu de Cristo, el Espíritu de Dios que clama y grita ¡Abbá, Padre!

Como discípulos de Jesús estamos llamados a descubrir en Él al Mesías, al Redentor, nuestro Salvador, de modo que con la fuerza de su Espíritu se sirva de nuestros quehaceres cotidianos llenos de virtudes humanas y sobrenaturales para redimir el mundo entero, para que muchos otros puedan conocer la maravilla de vivir en Cristo, por Él y en Él.


Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.