Tras el Domingo de Pentecostés y la efusión, la venida del Espíritu Santo, no solo sobre los Apóstoles, sino sobre cada uno de nosotros para que seamos capaces de comprender los misterios de Dios, las enseñanzas de la Revelación de Jesucristo y todas sus consecuencias sobre nuestra vida, es decir, para entrar en ese camino de amor hasta el extremo que es Jesús en nuestra vida.
Tras Pentecostés celebramos el Misterio central de nuestra vida; un misterio no es un problema que exija solución por nuestra parte, algo a desentrañar, a resolver, no.
Un misterio, desde el punto de vista religioso, es aquello que conforme más profundizamos en él más sentido toma toda nuestra vida, todo va encajando, incluso nuestros deseos más profundos de vida, de corazón, de sentido, de todo aquello que sentimos que nos falta para vivir en plenitud, satisfechos… pues el ser humano, sin duda alguna, es un ser de deseos: un ser limitado, incompleto que busca su propia perfección…
En el Misterio de la Santísima Trinidad que celebramos de una manera especial en este domingo después de Pentecostés encontramos todo aquello que nuestro ser desea para esa plenitud que el mundo y sus relaciones no nos terminan de dar nunca.
Solo desde Dios mismo podemos desentrañar de alguna manera lo que este misterio supone para todos nosotros: un solo Dios en tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dios Padre nos envía a Dios Hijo encarnado por obra y gracia del Espíritu Santo en el seno purísimo de la Virgen María para revelarnos, para mostrarnos este de amor eterno: de un Padre que que engendra un Hijo en un amor tan fuerte, tan intenso que llega a ser una persona: el Espíritu Santo, enviado también al mundo para poder vivir de otra manera, a través del amor de Dios Padre y Dios Hijo, un amor que se manifiesta de una manera privilegiada en Jesucristo que nos amó y nos amó hasta el extremo sufriendo por nosotros la muerte, y muerte de cruz, de Aquél que aprendió sufriendo a obedecer.
Ante esos deseos de plenitud que el hombre siempre siente, Jesucristo se nos muestra como el Camino, la Verdad y la Vida: Él es el camino que nos conduce a Dios Padre, y nos entrega el Espíritu Santo para poder dar los pasos a través de un camino bien concreto: el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.
No hay otra forma.
Lo más maravilloso del Misterio de la Santísima Trinidad en el que los cristianos vivimos inmersos aunque no siempre seamos conscientes de ello es que solo a través del amor a Dios y al prójimo podemos entrar y permanecer unidos, —como los sarmientos a la vid—, en Dios trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo
Si no amamos, si no buscamos con todas nuestras fuerzas el bien de los demás y lo realizamos, si los Diez Mandamientos no son junto al Evangelio el criterio para nuestra vida cotidiana, entonces por mucho que pensemos nunca seremos capaces de encontrar sentido al misterio de la Santísima Trinidad y no tendrá fuerza en nuestra vida para guiar e iluminar nuestros pasos.
En este camino «hay suficiente luz para quienes desean ver, y suficiente oscuridad para quienes le rechazan» en palabras de Blaise Pascal. Es un camino de libertad que nos muestra el amor inmenso de la Santísima Trinidad por cada uno de nosotros, pues nos ama desde la libertad y busca ser amada desde nuestra libertad, si el querer del hombre no es libre no es un verdadero querer.
Es el claroscuro de la fe cristiana, de un camino distinto a todos los demás caminos, un camino que conduce a la plenitud del ser humano.
Es verdad que para emprender este camino hay que jugársela; hay que levantar un pie del suelo, perder estabilidad, confiar en Dios aunque no tengamos las ideas claras, aunque todo nos parezca ilusorio, sin sentido, sin fuerza…
El camino de la fe es así, es un camino de confianza, de salir de uno mismo, de dar el salto hacia los desconocido para descubrir que no es una caída en el vacío, sino en los brazos amorosos de Dios que nos acoge y nos fortalece a través de nuestra debilidad, de nuestra miseria, de nuestro pecado, de todo aquello que sentimos que nos falta y que cada una de las divinas personas pone con generosidad en nuestra vida.
—Ama, ama a todos sin excepción con gestos y palabras al estilo de Jesucristo en el Evangelio, vive los Sacramentos, déjate amar por la Santísima Trinidad que en ellos se te entrega.
No hay otro camino que el amor para entrar en Dios, para vivir en Él.
Esos deseos que todo bautizado siente de una plenitud mayor que este mundo no termina de darle muestran la necesidad imperiosa que tenemos de Dios en nuestra vida, de un ser infinito que colme nuestros deseos sin fin.
Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.