Puede llamar la atención como a estas alturas de la Pascua reaparece una escena de la Pasión del Señor en la Última Cena apenas ha salido Judas para entregar al Señor y consumar, así, su traición; pero es bueno no olvidar que la Pascua del Señor, su Resurrección gloriosa precisa antes pasar por la Cruz, por el abandono, por la soledad… no hay gloria sin cruz, así sucede también en nuestra vida.
La luz de Cristo resucitado en la Pascua tiene la fuerza para iluminar todo con un colorido siempre nuevo, y, sus mismas palabras, cobran un nuevo sentido tras su Resurrección.
Así ocurre con el Mandamiento Nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros.
Después de contemplar su entrega total por nosotros estas palabras impresionan todavía más, y quizás nos puedan llevar a pensar que esa forma de amar es para nosotros imposible, inalcanzable, que no nos puede pedir tanto porque no podemos alcanzar a darlo.
Y así es.
Nosotros solos no podemos amar hasta el extremo, hasta dar la vida los unos por los otros, con esa alegría, esa generosidad de Jesús.
Sin embargo, no es cierto que estemos solos en esto; Jesús nos acompaña hasta el final de los tiempos y nos da la capacidad de amar como Él nos ama.
Los sacramentos son la posibilidad que tenemos tú y yo de participar de su misterio pascual, de su muerte y resurrección que un día se dará de una manera vital en nuestra vida, y que mientras vivimos se va dando también de una manera espiritual, y —si lo pensamos bien—, no menos real.
Los sacramentos, todos y cada uno de ellos, son la posibilidad de participar nosotros de la muerte y resurrección del Señor, es decir, nos posibilitan morir al hombre viejo que hay dentro de cada uno de nosotros y que nos lleva por las sendas de la carne y del pecado, para renacer en esa nueva humanidad capaz de vivir de un modo totalmente nuevo, con otros valores, con otras motivaciones, con otras formas, con nuevos estilos…, más movidos por los bienes del cielo que por los de las tierra; de modo que podamos ser otros Cristos en medio del mundo; como Jesús, presencia de Dios en medio del mundo.
Con razón el mismo Jesús nos decía al final de la segunda lectura en el libro del Apocalipsis: mira, hago nuevas todas las cosas.
Porque ese amor que nos manda Jesús es un amor con unas pinceladas nuevas y renovadoras. Un amor distinto, un amor nuevo.
Sólo si nos dejamos renovar por los sacramentos, si nos dejamos purificar del pecado que habita en nosotros, si nos dejamos llenar del Espíritu Santo, podremos amar como Cristo nos ama, es decir, con un amor divino que nos lleva a preocuparnos en la Iglesia, —la gran familia de los hijos de Dios—, a los unos por los otros simplemente por el hecho de ser hermanos y hermanas en Cristo, porque con todos ellos formamos una sola familia con unos lazos más fuertes que la sangre, los lazos de la gracia y del amor de Dios, de la fe y de la esperanza que nos anima a caminar con vitalidad siempre nueva.
¿De verdad tú y yo confiamos con esa fuerza en los sacramentos, son para nosotros fuerza de la salvación de Cristo, creemos en su fuerza?
Quizás este quinto domingo de Pascua sea un buen momento para mirar en nuestro interior y preguntarnos qué necesitamos que Cristo resucitado renueve en nuestra vida, que anda por ahí apagado, triste, mortecino, que nos impide amar como Cristo nos ama, entregarnos con su generosidad y alegría, que nos impide tener paz y serenidad ante las adversidades que nos encontramos…
Pero no basta con mirar dentro de nosotros, es necesario mirar después a Cristo Resucitado, pedirle que por la efusión de su Espíritu Santo nos sane, nos renueve, haga de nosotros criaturas nuevas, comprometidos con la Iglesia en nuestra parroquia como hemos visto que ocurría con los primeros cristianos en la primera lectura, donde todos tenían conciencia clara de que ellos eran la Iglesia, su compromiso y su responsabilidad.
Pidamos a Dios por intercesión de la Santísima Virgen María que nos dejemos renovar por Cristo a través de los sacramentos, que nos tomemos cada vez más en serio nuestra vida de oración, de modo que nuestra manifestación al mundo sea siempre a través del amor de Cristo, ese amor capaz de hacer nuevas todas las cosas, ese amor hasta el extremo capaz de hacer nuevas todas las cosas.
Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.