Qué hermoso, ¿verdad?, el discípulo amado cuando relata los encuentros con Jesús resucitado en su evangelio guarda gran cantidad de detalles que hacen de la escena más cercana al mostrarnos su corazón abrasado por el amor de Jesucristo, vencedor de la muerte y del mal.
En el evangelio de este domingo nos muestra la confianza absoluta de los apóstoles en Jesús: esa confianza que ha de ser la nuestra.
Tras ese primer diálogo frío con aquel desconocido a la orilla del mar: muchachos, ¿tenéis pescado? Y ese rotundo no por respuesta es de suponer la cara de pocos amigos tras una noche entera sin pescar nada que pondrían a Jesús.
Pero tras tres años con Él, y los primeros encuentros con el Resucitado, algo ha cambiado en ellos para siempre: echad la red a la derecha y encontraréis.
No lo dudan: sin pensárselo dos veces la echan: han visto demasiadas cosas extraordinarias como para desconfiar ahora. Y de nuevo una redada de peces grandes a plena luz del día.
El grito de Juan no se hace esperar, el discípulo amado sabe reconocer a Jesús rápidamente: ¡es el Señor!
El corazón enamorado de Juan sabe descubrir el primero al Señor, y lo anuncia a sus amigos sin esperar.
Pedro salta de la barca a su encuentro.
Algo así nos pasa también a nosotros; cuando nos fiamos de Jesús resucitado y hacemos lo que nos dice.
Nos hacemos capaces de reconocerle cercano a nuestra vida, descubrir su presencia en medio de nosotros e ir a su encuentro.
La fe que recibimos en el Bautismo y que aumenta en nosotros por acción directa de Dios cada vez que nos dejamos lavar los pies y el corazón por Él en la Confesión, cada vez que participamos de las Eucaristía; necesitamos fiarnos de su Palabra como hicieron los Apóstoles, poner cada vez más nuestra confianza en Él y actuar en consecuencia llenos de amor y generosidad.
Echad la red a la derecha y encontraréis bien puede ser para nosotros: reza cada día, vive según el espíritu y la letra de los Mandamientos, confía en mi acción a través de los Sacramentos, ama a tu prójimo sin mirar a quién ayudas, a todos, sin excepción…
Dios quiere necesitar de nuestra confianza, de nuestra humildad para poder reconocerle en medio de nuestra vida.
Tras el almuerzo llega ese diálogo tan hermoso de Jesús Resucitado con Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Como comentaba Benedicto XVI no le llama Pedro que es, —por decirlo así—, su nombre de Papa, su oficio en la Iglesia, dentro de la comunidad, sino que acude a su nombre de nacimiento: Simón, hijo de Juan, a su ser más pecador, más humano, pregunta a su debilidad, al que habiendo sido elegido como su vicario en la tierra le ha negado tres veces, y por tres veces le pregunta, —de nuevo—, por su amor.
A la tercera pregunta, Pedro cae derrumbado, y su respuesta puede ser nuestra gran respuesta: sí Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.
En ese tú lo sabes todo le está diciendo mucho, lo está diciendo todo.
Ha desaparecido el Pedro bravucón que pensaba poder con todo, y aparece, de nuevo, el Pedro humilde que reconoce su traición, pero que quiere dejarse transformar por el Señor Resucitado, el Pedro que necesita ser transformado por Jesús resucitado, el Pedro que, pese a su traición, sigue amando a Cristo de todo corazón.
Poco a poco va a apareciendo el Pedro que hemos contemplado en la primera lectura en los Hechos de los Apóstoles: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, aparece el Papa y su misión de confirmarnos en la fe desde su debilidad, desde la humildad, desde su necesidad absoluta de ser redimido por Cristo.
Así ha de ser también en nuestra vida, nuestra soberbia, nuestro orgullo, nuestra vanidad, nuestras traiciones han de ir dejando paso a nuestro verdadero yo: humilde, sencillo, leal, honesto que sabe reconocer la necesidad que tenemos de Jesús en nuestra vida, de sus sacramentos (de todos ellos), de la oración, de los Mandamientos, del prójimo, etc. etc.
Ojalá que con la ayuda de Santa María, siempre Virgen, nos pongamos en manos de Jesús y Él pueda realizar, también, obras grandes en nosotros, y en el mundo entero.
Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.