Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
Nos reunimos hoy como cada domingo para dar gracias al Señor; le damos gracias no porque nosotros seamos buenos, más bien todo lo contrario: comenzamos reconociendo nuestra condición de pecadores; le damos gracias porque Él es bueno, porque es eterna su misericordia, porque no se cansa nunca de nosotros, porque siempre tiene más misericordia que derrochar con el hombre pecador que sabe reconocer con humildad sus pecados y se pone ante Él con humildad de corazón.
En este domingo que celebramos la Divina Misericordia de Cristo, a través del Evangelio comprendemos un poco más cómo Dios ha querido que esa misericordia infinita llegue hasta nosotros; no es algo directo con Dios, sino como todo lo verdaderamente divino llega hasta nosotros a través de mediadores; no es suficiente con pedirle perdón directamente a Dios, sino que Él ha querido que sea a través de su Iglesia como nos llegue el ansiado perdón que tanto necesitamos en nuestra vida.
Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Cristo resucitado ha dado el poder de perdonar los pecados a los Apóstoles, hombres como nosotros, con sus dudas, sus inseguridades, pecadores como todos… esa es la grandeza de la divina misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, que viene a nosotros de una forma sencilla a través de personas, —ahora los sacerdotes—, que pueden entender nuestras debilidades, nuestros sufrimientos, nuestras dudas, nuestras incomodidades…
A través de los Sacramentos, si perseveramos como Santo Tomás por el anuncio de los demás, seremos capaces un día de comprender y palpar las heridas de Cristo que nos salvan: esas manos, esos pies, ese costado abierto a través de los cuales, —como ventanas del cielo al mundo—, llega la misericordia de Dios Padre a toda la humanidad.
Quizás como Santo Tomás podamos ser también nosotros escépticos con el anuncio de la Resurrección de Jesucristo que tantos cristianos viven como la mayor de sus alegrías, como aquello que llena de sentido y fuerza toda su vida, incluso los momentos del dolor y de oscuridad en los que todos nos encontramos en muchas circunstancias a lo largo de la vida.
El problema no está en dudar, sino en no perseverar.
Santo Tomás nos da una lección muy importante en este domingo, que si no prestamos atención puede pasar desapercibida.
En la primera aparición de Jesús no está presente; pero a los ocho días, —por si acaso—, ahí está. Si existe una mínima oportunidad de que sea cierto lo que le dicen sus amigos él no se lo quiere perder: Santo Tomás persevera.
Y, ¿nosotros?, ¿perseveramos como él?, ¿tenemos esos deseos grandes de que sean ciertas las cosas que nos dice la Iglesia y, aunque no las hayamos experimentado personalmente, perseveramos para alcanzarlo?
Para mí lo grande de Santo Tomás no son sus dudas, sino su perseverancia, sus deseos grandes de disfrutar de lo que sus amigos le anuncian, amigos pecadores como él, de su misma condición.
Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.
Cuando nosotros somos capaces de agachar la cabeza ante la Iglesia, aceptando los sacramentos: la Misa dominical, la Confesión Sacramental frecuente, la vida de oración diaria, el trato afable y cariñoso con el prójimo, con todos, sin acepción de personas como nos enseña el Evangelio, incluso a los enemigos… entonces nos ponemos en disposición de tocar las heridas de las manos y el costado de Cristo resucitado.
Solo así podremos llegar a la confesión de Santo Tomás al final del evangelio de hoy: ¡Señor mío y Dios mío!, y reconocer que solo hay un Nombre que puede salvarnos del mal en nuestra vida en cualquiera de las formas que se nos presente: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, muerto y resucitado por nosotros, a través del cual podemos participar de la divina misericordia de Dios Padre, esa misericordia grande que hace de nosotros criaturas nuevas, capaces de renovar nuestra sociedad y nuestra cultura para que pueda reconocer a Cristo como el Primero y el Último, el Viviente, el que estuvo muerto y vive por los siglos de los siglos, el que tiene las llaves de la muerte y del abismo.
Que la Virgen María, Nuestra Madre y Señora, nos ayude a perseverar en la vida de la Iglesia para que como Santo Tomás, también nosotros podamos confesar a Jesús como nuestro Señor y nuestro Dios.
Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.