Tomad y comed; tomad y bebed; haced esto en memoria mía; amaos unos a otros como yo os he amado.
Con estas tres frases de Jesús en la Última Cena podríamos resumir los grandes regalos del Jueves Santo: la Eucaristía, el sacerdocio y el Mandamiento Nuevo del Amor fraterno.
Si lo pensamos bien no hay nada que comprometa más la vida del cristiano que su participación en la Santa Misa: entrar en esa Comunión profunda con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, porque es participar de su alma y de su divinidad, de todo lo que Jesucristo es, de todo lo que Jesucristo hace.
Participar de la Santa Misa ha de suponer para todos nosotros comprometernos en un amor como el de Jesucristo: hasta el extremo, hasta lavarnos los pies unos a otros, hasta dar la vida.
La celebración de la Eucaristía es ratificar la alianza que Jesucristo hizo con cada uno de nosotros el día de nuestro Bautismo; en aquel día nuestros padres y padrinos se comprometieron a ayudarnos a vivir según el Evangelio y los Mandamientos.
Cada vez que participamos de la mesa de la Palabra y de la mesa del Cuerpo de Jesús somos nosotros los que le decimos que queremos vivir amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, y lo queremos hacer de una forma muy particular a través de Jesucristo, más aún, en Jesucristo: a su modo, a su estilo.
No nos vale cualquier amor, sino que nosotros tratamos de imitar a Jesucristo al que hoy contemplamos en la Eucaristía en esa entrega total que se parte y se comparte entre nosotros.
El que viene a Misa, el que comulga, luego no puede vivir de cualquier manera, sino tratando cada día de imitar a Jesús en todas las circunstancias de su vida.
Nadie puede participar de la Eucaristía y luego no perdonar o no pedir perdón, porque contradice el sacrificio de la Eucaristía.
Por eso, —como decía al comienzo—, no hay nada que comprometa tanto nuestra vida como venir a Misa.
El lavatorio de pies que hemos contemplado en el evangelio nos muestra la medida del amor de Cristo que se inclina ante nosotros y que mañana contemplaremos con toda su fuerza desde la Cruz.
Jesús es nuestro modelo; en Él encontramos el mejor camino para amarnos los unos a los otros.
Ademas, en la Eucaristía recibimos la fuerza divina que necesitamos para amar como Jesucristo; más aún para ser otros Cristos en medio del mundo, para poder imitarle con fidelidad en todo momento; porque cuando acudimos a Misa acudimos como los enfermos al médico buscando sanación para nuestros corazones heridos por el pecado, por el egoísmo, por la soberbia, por el dolor, por la falta de misericordia, por la falta de amor.
Jesús nos compromete porque nos sana y nos eleva a sus alturas; nosotros podemos amar como Él nos ama, porque Él nos ha amado primero y nos invita a seguirle de cerca.
Jesús se nos entrega como alimento de amor al prójimo, para alimentar el fuego de nuestro amor al prójimo.
Un fuego que no da luz ni ilumina no es fuego; un agua que no hidrata ni moja no es agua; un cristiano que no ilumina, que no da calor, que no da vida, que no empapa a su paso con la fuerza del Espíritu Santo, ¿es un cristiano?
Cristo es fuego de amor, agua de vida, luz del mundo, si nosotros nos llamamos discípulos suyos tendremos que ser como Él.
Solo si nos dejamos alimentar por Él, podremos ser como Él, porque el alimento de la Eucaristía es el único alimento de este mundo que al recibirlo nosotros nos hace suyos.
Como el discípulo amado en la Última Cena dejémonos abrazar por Jesús, descansemos en su regazo, unámonos a Él a través del Sacramento que nos sana de todas nuestras heridas.
Tengamos hoy en nuestra oración, además, un recuerdo especial por todos los sacerdotes que hoy celebramos el inicio de nuestro ministerio, de nuestro servicio a Dios y al prójimo; recemos por los que flaquean, por los que andan faltos de Fe, por los que dudan... Y que la Virgen María nos ayude a permanecer siempre muy unidos a Jesucristo a través de los Sacramentos y del amor al prójimo.