Hemos llegado al cuarto domingo de Cuaresma, que tradicionalmente se llama domingo lætare, domingo de alegría que quiere recordarnos el motivo principal de nuestra alegría aún en medio de la Cuaresma, con sus rigores y sus penitencias (ayunos, abstinencias, mortificaciones…); por este motivo hoy se permite que en la liturgia regrese la música instrumental que ha callado desde el miércoles de ceniza, regresan las flores a adornar el altar, las vestimentas del sacerdote son de este peculiar color que siempre nos sorprende, porque lo esencial de la cuaresma no es la penitencia sino esa purificación en nuestra vida para que el encuentro con Cristo resucitado nos llene de una alegría profunda capaz de transformar toda nuestra vida, todo nuestro ser más profundo, recomponiendo nuestro interior roto a causa del pecado
La alegría cristiana no es la alegría, —como se suele decir—, del animal sano, es decir, de aquellos que no tienen problemas, que todo les va bien, que no tienen complicaciones, que no se encuentran con la Cruz en cualquiera de sus formas; esa es la alegría fácil y cómoda del mundo, pero Jesús nos promete una alegría mucho más sincera y profunda: la alegría de la misericordia, la alegría del perdón y la reconciliación.
Es lo que hemos contemplado con mucha fuerza en el evangelio de hoy que se ha venido llamando del hijo pródigo, pero que quizá sea más acertado llamarlo del padre misericordioso; pues es el padre la figura central del evangelio: siempre en salida al encuentro de sus hijos: del pequeño al que ve desde lejos y al mayor que no quería entrar en la casa.
Ambos hermanos nos muestran con mucha fuerza que el pecado en cualquiera de sus formas: ya sea egoísmo, envidia, despilfarro, soberbia solo produce tristeza en el corazón del hombre.
Cuando los dos hijos se dejan llevar de sus sentimientos sin luchar contra el mal se ven conducidos por el pecado que les lleva a vivir tristes en la miseria, aislados, sin familia... esto es lo que produce el pecado en nosotros: tristeza y un montón de desagradables consecuencias.
La misericordia, la reconciliación, sin embargo, trae la alegría y nos devuelve la dignidad perdida: Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete.
Nuestro corazón no es distinto; la felicidad que anhelamos, la alegría que esperamos no llega de cualquier forma a nosotros, porque no consiste sólo en ser felices hoy, sino que nuestros actos nos lleven a continuar felices también mañana, y así siempre.
La verdadera alegría hunde sus raíces en forma de cruz, es decir, llega a nosotros a través de Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación, Él es el que nos trae esa reconciliación profunda de todo nuestro ser con Dios, con el prójimo, con la Creación.
La Cuaresma con sus penitencias y rigores nos ayuda a centrar nuestra mirada en lo que es realmente importante, aunque nos pueda costar sacrificio y entrega dar el brazo a torcer en tantas ocasiones para que el amor, la verdad, el bien reinen en nuestra vida.
La invitación del salmo toma mucha fuerza en nuestra vida, la verdad es que es atrevida: gustad y ved qué bueno es el Señor.
Nos invita a que dejemos que el Señor nos devuelva la sensibilidad de nuestros sentidos interiores, de nuestro gusto y de nuestra mirada, dejar que el Señor nos cure, dejar que el Señor recomponga nuestra vida interior para poder disfrutar de su bondad y tener así esa alegría incomparable que solo Dios puede dar.
Esto lo hacemos de una manera sencilla, asequible a todos cada vez que presentamos nuestros pecados a Dios como el hijo pequeño de la parábola; cuando somos capaces de arrodillarnos y pedir perdón confesando nuestros pecados, nuestra falta de caridad y dejamos al Espíritu Santo que por el Sacramento de la Reconciliación y la Penitencia sane nuestro ser más profundo y nos devuelva el gusto, la mirada, la alegría de la salvación, la alegría de Cristo resucitado, la alegría de la fe, de la esperanza, la alegría increíble de la caridad divina que habita en nuestras almas a través de la gracia.
El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación.
Dejemos a Dios ser Dios en nuestra vida a través de los Sacramentos para que sea Él el que se manifieste a través de nuestro amor al prójimo.
Que la Virgen de la Asunción nos ayude a vivir reconciliados con Dios en Jesucristo para que la alegría del Espíritu Santo rebose en nuestros corazones.