El principal motivo de la Alegría Cristiana no es que todo nos vaya bien; en la vida del cristiano como en la de cualquier otro hombre no hay ni un solo día sin cruz, sin que de algún modo tengamos experiencia de la Cruz de Cristo que hemos de cargar cada día.
Si ser cristiano supusiera no sufrir, todos se harían cristianos, pero no, lo importante en la vida de los cristianos no es evitar el sufrimiento, sino saberlo afrontar de otra manera, desde otra perspectiva, con un punto de vista diferente: desde la fe, desde Jesucristo, que si bien es cierto sufrió, y muerte de Cruz, con su Resurrección nos muestra que la última palabra en la vida del hombre no la tiene el mal, ni el pecado, ni la enfermedad, ni siquiera la muerte, la última palabra es la de Dios que es capaz de sacar bien de donde nosotros solo vemos mal, es capaz de sacar Misericordia donde solo vemos pecado, salud de la enfermedad y vida eterna de la muerte aunque nuestros sentidos nos engañen diciendo que sea para siempre.
Por tanto, el motivo de la alegría Cristiana es la fe en Cristo Crucificado y Resucitado, en Aquél que ha salido vencedor muriendo por amor a todos en la Cruz y que nos ha prometido a todos participar de su triunfo a través de nuestras cruces ofrecidas a su amor misericordioso.
El motivo de nuestra alegría, de nuestra paz y serenidad está en Cristo, el secreto para vivir de una manera nueva es aprovechar la oportunidad que nos brinda esta vida de unirnos a Cristo a través de los Sacramentos, de la oración, de la limosna y del ayuno, es decir, del amor a Dios y del amor al prójimo, expresado en obras concretas.
Un corazón unido a Cristo es un corazón que comienza a experimentar la redención en la tierra, un corazón que ama con más libertad, que experimenta una mayor intensidad en las pequeñas o grandes dificultades de cada día, un corazón que espera contra toda esperanza, un corazón arraigado en la fe que vence todos los embates de la vida, un corazón humilde que se levanta de sus caídas venciendo los falsos respetos humanos, no vive ya vencido por la culpa, sino libre y alegre de haber encontrado en Jesús al Salvador de su vida, el Redentor.
Cuando se aprende a vivir de verdad con Jesús se afronta la vida desde otro punto de vista, no significa que se sufra menos, pero el dolor se lleva con esperanza, toma sentido.
Al fin y al cabo, ¿verdad?, Jesús no sufrió en la cruz para que nosotros no tuviéramos que sufrir, sino para enseñarnos cómo hacerlo: con la fuerza de la Eucaristía que celebró la víspera, con la oración profunda hasta sudar sangre, con el corazón puesto en Dios aunque no podía sentirlo a causa del peso de nuestros pecados, con la compañía de su Madre, San Juan y algunas pocas mujeres que no le abandonaron a los pies de la Cruz.
Afrontar nuestras dificultades sin la Eucaristía dominical, sin la oración diaria y sin la familia de la Iglesia que nos acompaña siempre supone rechazar los auxilios que Dios pone a nuestra disposición para no perder la alegría, la paz y la serenidad que quiere para sus seguidores.
Una consecuencia del Domingo lætare en nuestra vida cotidiana es que esa alegría no es para un disfrute meramente personal que termina por asfixiarla, sino para compartirla con los demás.
Hoy, tú y yo, nos podemos preguntar: ¿vivimos buscando alegrar a los demás a nuestro alrededor, dando buen ambiente?
Pienso que es un buen punto de lucha en nuestra cuaresma: vivir alegrando a los demás; no poniendo nuestra propia vida en el centro; dar buen fruto, ese fruto del Espíritu Santo que permanece en los demás.
Alegrar a nuestra familia, alegrar a los demás miembros de la parroquia con esa alegría que hunde sus raíces en forma de cruz, compatible con el sufrimiento, esa alegría que sabe corregir al que se equivoca y busca el bien de los demás en todo momento.
Alegrar con nuestra vida el Corazón de Cristo, alegrar con nuestra vida el corazón de aquellos que conviven con nosotros, y siempre desde la fe, desde la conciencia profunda de ser hijos de Dios, de formar un solo cuerpo, una sola familia.
En María encontramos el mejor modelo de entrega a Dios, y, por tanto, de una alegría que hunde sus raíces en estar profundamente unida a Dios a través de su Hijo Jesucristo; pidamos a María que en estas últimas semanas de la Cuaresma a través de la oración, la limosna y el ayuno nos unamos con más fuerza a Dios a través de su Hijo, nuestro Redentor.
Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.