DOMINGO XXVIII TO A
Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos.
Nosotros no pertenecemos al Pueblo de Israel, no pertenecemos a aquellos que les correspondía participar del banquete de bodas que Dios ha preparado por la alianza de su Hijo, la Nueva y definitiva Alianza en la que el Hijo de Dios se ha hecho hombre por salvarnos.
Nosotros somos en la parábola de este domingo esos segundos invitados venidos de los caminos y cruces; la mesa que se nos ha preparado es la cena del Cordero, en la que el mismo Jesús se nos da como alimento: la Eucaristía.
Sin embargo, lo importante no es solo asistir a Misa, asistir a ese banquete de bodas en las cuales Dios se desposa con el hombre a través de Jesucristo, sino que importa también cómo asistimos, cómo nos preparamos para recibir la Eucaristía.
Un sabio me dijo una vez: purifica tu corazón antes de permitir que el amor se asiente en él; ya que la miel más dulce se agria en un vaso sucio.
En la Eucaristía estamos llamados a unirnos a Dios a través de Jesucristo, en la Comunión Sacramental entra en nosotros el Hijo de Dios hecho hombre, hecho alimento de vida eterna; de ahí que cada uno antes de comulgar ha de pensar cómo anda su corazón, pero no solo para comulgar, sino también para que la Misa pueda dar fruto abundante en nosotros.
Tú y yo, ¿por qué venimos a Misa? ¿Sólo por cumplir un precepto?, ¿quizás por tradición cultural, familiar, por no desentonar, porque me lo enseñaron así…?
A Misa hemos de venir para encontrarnos con Cristo que se hace presente en el mundo a través de la Iglesia en la celebración del Sacramento eucarístico donde escuchamos su Palabra, nos unimos a su oración y le recibimos en su Cuerpo y en su Sangre, en su Alma y en su Divinidad, venimos o hemos de venir para que Cristo a través de la Iglesia nos una a su viña y podamos dar fruto abundante.
Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda? Y pienso que en la mente de todos está lo injusto de esa pregunta, pues no le ha dado tiempo a cambiarse, sino que viene con lo puesto. ¿Acaso no es injusto el Señor en esta parábola? Sin embargo no lo es, si atendemos al conjunto.
Todos han sido invitados en las mismas condiciones, ¿cómo es que solo uno es recriminado por no ir vestido de boda?
Quizás porque Jesús en este domingo habla de otra cosa más profunda.
Se nos pide venir revestidos de Cristo con el traje de la caridad, es decir, el amor ha de ser lo que vista y engalane todas nuestras acciones, por eso no hay nada que nos comprometa tanto con el amor al prójimo como participar de la Santa Misa.
Limpios en cuerpo y alma, con el traje nuevo con el que nos reviste Cristo en el Bautismo y que nosotros hemos de conservar a lo largo de la vida a través de nuestras buenas obras y de nuestro arrepentimiento de las malas.
Si vienes a Misa luego no puedes dejar a nadie de lado, no puedes despreciar a nadie y menos aún a otro hijo de Dios, otro cristiano que participa de la fe en la misma comunidad que tú. Y si lo haces, has de arrepentirte.
¿Cómo tratamos al prójimo? ¿Hablo con todos? ¿Soy capaz de solucionar mis problemas con los demás, sé perdonar, se pedir perdón?
¿Soy consciente de que no hay mejor preparación para participar de la Eucaristía, del Cuerpo y Sangre de Jesús que vivir su mismo amor con todos, sin acepción de personas, sin excepción, aunque en ocasiones eso me pueda doler o costar?
Si no me hablo con alguien soy yo mismo el que me cierro las puertas a recibir la Comunión, porque estoy rompiendo esa misma comunión que ha de haber entre todos los hermanos, entre todos los miembros del Cuerpo.
Sin duda, participar de la Eucaristía es un compromiso de vida, es participar de la Nueva Alianza entre Dios y los hombres que nos compromete con la vida entera, que nos compromete con los demás hombres amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Nos compromete a conservar ese traje de fiesta, nos compromete a renovarlo y vivir siempre en gracia, en amistad profunda con Dios, en comunión con Él.
A María le pedimos que nos ayude a vivir revestidos del amor de Cristo para poder participar siempre con un corazón limpio del Sacramento de la Eucaristía donde Jesús se nos entrega como alimento de nuestro amor al prójimo.