Conviene situar la escena en la que nos encontramos en el contexto más amplio del Evangelio: Jesús ya ha entrado en Jerusalén montado en un pollino vitoreado por todos para escándalo de los dirigentes del pueblo; Jesús ha expulsado a los vendedores del templo; tras esos acontecimientos ha predicado sobre la viña dando a entender a los dirigentes del pueblo que no han sabido reconocer en Él al Mesías esperado, al Salvador del mundo, y tras la parábola del banquete de bodas que escuchábamos el domingo pasado, tiene lugar la escena que hoy contemplamos. Estamos, por tanto, en los últimos días de Jesús cuando se desatan los ataques más feroces contra Él.
Los discípulos de los fariseos con algunos herodianos se le acercan para ponerle a prueba, llenos de hipocresía y mentiras: Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea.
¿Alguien puede creer después de tantos milagros: curaciones, exorcismos, reanimaciones de muertos... que a Jesús no le importa nadie? ¿No es más bien todo lo contrario? En el corazón de estos hombres que se acercan a Jesús solo está el daño, la amargura, el rencor y tal y como está su corazón así se acercan a Jesús.
Hoy bien nos podemos preguntar cómo anda nuestro corazón cuando venimos a encontrarnos con Jesús, qué buscamos de este encuentro que es la Eucaristía. Hay quien parece venir a Misa para que el Señor le haga una vida más fácil, para que le quite sus problemas y si esto no ocurre del modo que han pedido y cuando esperaban se desilusionan y dudan de Dios.
En realidad no hemos de buscar de Jesús que nos solucione la vida, que nos la haga más cómoda, más llevadera, sino en primer lugar conformarla con la voluntad de Dios y aceptar con un corazón confiado sus caminos sin dejarnos llevar de la tristeza cuando sean duros ni de la desesperación si en algunos momentos nos vemos en apariencia más solos, sino siempre y ante todo confiando en el amor de Dios.
Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios, supone ser ciudadanos y cristianos ejemplares: ejemplares por nuestro amor, ejemplares por nuestro arrepentimiento y nuestra capacidad de rectificar, comenzando y recomenzando muchas veces con la alegría propia de los hijos de Dios buscando siempre la gloria de Dios y el bien de los demás, tanto de las instituciones a las que pertenecemos como a los familiares, vecinos y amigos a los que nos debemos.
Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios, hace referencia, también, a esa vida común de la que participamos; ninguno de nosotros vive solo, sino que todos vivimos en sociedad, más aún la necesitamos: por un lado, una sociedad civil con la que tenemos nuestras propias obligaciones y de la que nos beneficiamos, y no poco, en asuntos de mucha importancia: educación, sanidad, protección, seguridad, derechos… siempre mejorables, por supuesto, pero siempre es de justicia reconocer que nuestra participación ciudadana es importante, que sin nuestra colaboración la sociedad civil, el pueblo, nuestra comunidad foral, nuestro país, no marchan.
Al mismo tiempo, los cristianos no somos sujetos aislados, sino que Dios nos convoca, nos llama con los demás a formar una comunidad muy especial: la comunidad de los bautizados, la comunidad de los que seguimos a Cristo, y como toda comunidad de personas con sus obligaciones y sus derechos.
Un cristiano no puede dar a Dios lo que es de Dios, es decir, lo que le corresponde, sin la Iglesia, porque en tanto que participamos de la vida de la Iglesia respondemos a la llamada que Dios nos dirige; no se entiende un cristiano sin la Iglesia, más aún, no se entiende a Cristo sin la Iglesia, que no es sino su cuerpo visible en el mundo, el conjunto de todos los que seguimos a Jesús, de todos sus discípulos, cada uno según su ministerio, según su servicio al conjunto, según su colaboración.
La visión individualista del hombre en la sociedad contemporánea no solo es fuente destructora de la sociedad civil a la que pertenecemos, sino también de la Iglesia en la que hemos sido recibidos a través del Bautismo, como el mayor de los regalos de Dios.
En el caso de la fe es más claro todavía, pues la salvación no la recibe nadie de forma individual, sino que tanto en cuanto estamos unidos a la Iglesia, estamos en comunión con ella a través del Papa y del Obispo, en esa medida recibimos la Salvación de Jesucristo. Nadie se salva solo. La salvación de Dios viene a través de la Iglesia, que no es otra cosa sino la familia de los llamados a seguir al que es el camino, la verdad y la vida: Cristo.
La fe nos ha de llevar a romper con el individualismo que nos aparta de todo lo demás; ese individualismo que nos rompe haciéndonos creer que la relación con Dios es algo sólo íntimo y personal, incluso privado, cuando en realidad nunca ha sido así, sino que ha modelado la cultura y la sociedad en la que vivimos.
A María la invocamos como Madre de la Iglesia y le pedimos que nos ayude en todo lo que somos de modo que podamos vivir siempre para gloria de Dios.
Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.