De nuevo un domingo más aparecen en la predicación de Jesús los ejemplos con las viñas; esto es así no solo porque Israel es tierra de vides, sino porque desde el Antiguo Testamento, una de las formas de representar al pueblo elegido en la Escritura fue a través de las vides; representan no solo el trabajo humano tan importante, sino la labor de cada uno como pueblo de Dios, obediente a su Palabra, fiel a sus mandatos.
Por extensión, la viña hace presente también al nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia; cuando se presentó en el balcón de San Pedro del Vaticano el recién elegido Benedicto XVI, ¿recordáis cuáles fueron sus primeras palabras?: «soy un humilde trabajador de la viña del Señor»; también Dios quiere que nosotros nos contemos entre esos trabajadores de su viña a través de la vida familiar, de la colaboración con la comunidad cristiana a la que pertenecemos, de nuestro trabajo como un servicio al prójimo, de nuestros momentos de ocio y descanso, de modo que toda nuestra vida sea para gloria de Dios.
El Evangelio de este domingo es bastante claro respecto a en qué consiste la vida de los cristianos.
No es tanto un no fallar nunca, como si se tratara de tener una hoja de servicios inmaculada, perfecta, sin ningún fallo, -algo que por otra parte nos es del todo imposible-, está más bien en reconocer en Jesús a nuestro Salvador, el Salvador de nuestras miserias, de nuestros pecados.
Si los publicanos y las prostitutas llevan la delantera a los escribas y fariseos no es por su vida de pecado, por sus desórdenes, sino porque supieron encontrar en Jesús a su Salvador, el Mesías esperado.
Descubrieron en Él el perdón y la grandeza de la misericordia, descubrieron el poder grande de un amor más grande que perdona setenta veces siete, que acoge siempre con alegría, que comparte su vida con ellos.
Sus miserias, sus pecados, sus heridas, se convirtieron para ellos en las puertas de su encuentro con Cristo, las ventanas por las que descubrieron en Jesús Aquél que les invitaba a una vida nueva, posible también para ellos desde el arrepentimiento de sus pecados y faltas.
No quiero. Pero después se arrepintió y fue.
¡Cuantas veces nosotros hemos dicho también "no quiero", paso De Dios: paso de ir a Misa, paso de hacer el bien, paso de perdonar...!
Lo importante es saber reconocerlo, arrepentirnos y corregirnos.
Tanto el Evangelio como la primera lectura nos hablan de la importancia de recapacitar, de pensar en nuestra vida sobre nuestra propia vida, hacia dónde nos dirigen nuestros pasos.
Si recapacita y se convierte de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá, decía el profeta Ezequiel del malvado en la primera lectura; y todos tenemos un punto malvado en nuestro interior, no somos del todo inocentes.
Es importante saber reconocer nuestras heridas, reconocer nuestros pecados y descubrir que Jesús es realmente nuestro Salvador, nuestro médico del alma, viene a sanar nuestro rencor, nuestro egoísmo, nuestra soberbia, nuestras tristezas y desesperanzas, nuestros desánimos.
En Él encontramos siempre esa paz tan deseada por nuestros corazones, esa serenidad a partir de la cual poder construir una vida distinta, firme, fuerte, capaz de soportar los embates de la vida sin derrumbarse.
Con razón San Pablo en la segunda lectura nos invitaba a tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús, el cual siendo rico se hizo pobre por nosotros.
Es Jesucristo el que nos da la medida de nuestra vida, en Él nos tenemos que medir, a Él nos tenemos que asemejar, porque sólo Jesús nos da la medida del hombre perfecto.
Nuestra reflexión, el examen de nuestra propia vida no va encaminada a una perfección inhumana, sino cristiana, es decir, una perfección posible que nosotros miramos desde Cristo, supone aprender a mirar con su mirada, comprender desde su amor.
Imitando a Jesucristo descubrimos cómo ser hombres y mujeres de verdad, auténticos, respondemos a lo que somos, a lo que Dios pensó para nosotros desde el comienzo; en Jesús descubrimos cada uno de nosotros, hombres y mujeres, al ser humano en su plenitud; más aún, encontramos el camino para alcanzarlo a través de su Palabra y de los Sacramentos que nos dan la fuerza para llevarlo a cabo.
Sin duda, este camino nos llevará a rectificar muchas veces nuestra intención, a enderezar nuestro rumbo, a retomar el camino.
La vida del cristiano no es una vida inmaculada, sino una vida de comenzar y recomenzar muchas veces el camino comenzado un día por el Bautismo, reafirmado cada Domingo en la Eucaristía donde venimos a escuchar la Palabra De Dios y a recibir la fuerza divina para hacerla vida cada día, formando así parte de la gran familia de los hijos de Dios.
Acudimos con confianza a Nuestra Madre de la Asuncion para que nos ayude a imitar en nuestra vida a su Hijo Jesucristo donde encontraremos siempre lo que más desea nuestro corazón.
Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.