domingo, 17 de septiembre de 2017

Setenta veces siete.


Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo?, y poniendo un límite muy alto, quizás excesivo, ¿hasta siete veces? 
La respuesta de Jesús es contundente: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Pocos temas hay tan específicamente cristianos como el del perdón y la misericordia que  no son sino dos muestras claras del amor que hemos de vivir entre nosotros, ese amor grande que vemos cumplido antes en Jesucristo: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen, le oiremos decir mientras le atraviesan las manos clavándole al madero de la Cruz.
El Evangelio de hoy se puede resumir en una idea muy sencilla: perdona a los demás como quieres que Dios te perdone a ti. 
¿Quieres que Dios te perdone siempre? Perdona tu de ese modo. 
¿Quieres que su perdón sea completo? No permitas que las tentaciones de rencor, venganza o  el odio en cualquiera de sus formas aniden en ti. 
Setenta veces siete, significa perdonar de corazón, todo, siempre. 

Muchos piensan que perdonar así es imposible. De acuerdo. 
Y si fuera posible, ¿querrías? Jesús lo que te dice es que es posible una nueva forma de vivir, de afrontar la vida porque lo que es imposible para los hombres no lo es para Dios que todo lo puede, y si nos dejamos amar por Él también puede cambiar nuestra perspectiva, nuestra forma de ver la vida, de enfrentarnos a las dificultades y de vivir esa misericordia tan grande con todos. 

El Evangelio nos muestra además el camino a seguir para poder perdonar de corazón y de verdad a los demás sus ofensas hacia nosotros. 
Experimentar primero en nosotros ese amor más grande, ese amor que nos perdona todo siempre. 

Muchos dicen que el pecado ya no existe. Eso es tanto como decir que Dios ya no nos ama, pues perfectos no somos y no siempre actuamos conforme al bien y la verdad de nuestra vida.
Decir que ya no hay pecado significa que a Dios ya no le ofenden, no le duelen nuestras faltas de amor, nuestra falta de correspondencia a su inmenso amor. 
¿A Jesús crucificado, a Dios Padre, al Espíritu Santos ya no les ofenden nuestras mentiras, no les duele nuestra deshonestidad, nuestros malos pensamientos, no les duele que nos olvidemos de Él, que no recemos, acaso no le duele que dejemos la Eucaristía del Domingo por cualquier motivo? 
El que así piense poco valora el amor de Dios, quizás piense que todo lo hace bien, lo cual es todavía más difícil de creer. 
A los que sois padres, ¿no os duele y os entristece cuando vuestros hijos se pelean, cuando se dejan de hablar, cuando se hacen daño de cualquier manera ya se interior o exterior? 
Y Dios ¿no es entonces ya Padre? 
Nadie que dedique dos minutos a pensar en esta cuestión puede pensar que no existe el pecado, pues estaría negando el amor de Dios por nosotros, estaría reduciendo la Cruz a nada; el mayor de los desastres comienza negando la existencia del pecado en la vida del hombre pues le lleva a vivir en un engaño grande que más rápido que tarde acaba con él y con su vida dichosa.

Por tanto, si el pecado existe ¿acaso no existe, entonces, el arrepentimiento? ¿Será el problema nuestro? ¿Nos habremos vuelto realmente tan duros de corazón para que no nos duela el mal que cometemos, para que no nos remuerda la conciencia ante nuestras malas acciones, pensamientos o palabras, nuestras omisiones? ¿Nos importará tan poco Dios que no nos afecta ya cómo le ofendemos? 
Al fin y al cabo es ir en nuestra contra, porque a Dios le ofende lo que a nosotros nos daña; las acciones no son pecado porque Dios lo diga, las acciones son pecado porque nos dañan, porque matan en nosotros nuestra imagen de Dios, la relación con los demás y la misma relación con Dios.
A vino nuevo, odres nuevos
Dios nos ofrece a través de Jesucristo en la Iglesia otra forma de vivir, otra forma de afrontar el mal que nos encontramos a lo largo de nuestra vida: a través de su misericordia, a través de su gracia en nosotros, de esa fuerza inmensa que nos ofrece para poder vivir realmente como hijos De Dios: con la misericordia y el perdón como emblema de nuestra vida con los demás. 
Gozando y disfrutando de lo que significa realmente una vida plena, alegre, pacífica, una vida nueva mil veces soñada, una vida que reconforte y ayude a los demás, una vida libre de odios y rencores, de ofensas mal perdonadas.

Esto es lo que nos ofrece Jesús en el Evangelio, esto es lo que nos promete a través de la vida de la Iglesia, con los sacramentos, la oración, el amor y la misericordia. Esta es la vida que brota del costado abierto de Cristo, esta es la vida que ilumina y sacia nuestra sed, esta es la vida a la que se nos invita la Iglesia a través del Bautismo y de la Eucaristía, ¿aceptas?


Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.