Ocurre algo hermoso y sorprendente en el Evangelio que acabamos de escuchar.
Pedro solo sabe quién es él mismo cuando reconoce a Jesús como el Mesías esperado: y vosotros, ¿quién decís que soy yo? — Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, en ese reconocimiento de Jesús como el Verbo encarnado, la Palabra de Dios hecha carne, va a descubrir él toda la profundidad de su vocación, de su llamada, de su misión en la nueva Iglesia y en el mundo en el momento que reconoce quién es Jesús y, por tanto, quién es Dios.
Porque al reconocer en Jesús al Mesías reconoce en ese mismo momento que Dios no se ha quedado en el cielo, olvidado de todo lo que ha creado, indiferente a todo lo que nos pase.
Dios ha salido a nuestro encuentro, ha venido a salvarnos. Por tanto, a Dios le preocupamos, es el Dios de la cercanía, de la misericordia, el Dios que escucha los clamores de los hombres que le suplican en sus necesidades.
Se da, —por decirlo así—, un doble movimiento: al reconocer Pedro al Dios vivo, al Dios cercano en Jesús, descubre quién es verdaderamente él, descubre cuál es su misión, toda la profundidad de su ser: ahora yo te digo: «tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará».
En la vida de todo hombre, de toda mujer ocurre lo mismo que en la de Pedro: solo si somos capaces de reconocer a Dios cercano en nuestra vida a través de Jesucristo que viene a nosotros en la Iglesia, solo así somos capaces de descubrir quiénes somos, y cuál es la profundidad inmensa de nuestra vida, qué es a lo que estamos llamados desde antes de la Creación del mundo, qué es lo que Dios tiene pensado para cada uno de nosotros.
Solo desde Jesucristo podemos descubrir quiénes somos porque como ya dejó dicho el Concilio Vaticano II: el misterio del hombre se esclarece a la luz del misterio del Verbo encarnado, de Jesucristo. El ser humano descubre verdaderamente quién es desde Jesús, mirando a Jesús, en el encuentro personal e íntimo con Él: solo desde Jesús podemos descubrir la inmensa proyección que el hombre tiene, su importancia y su valor infinito.
De ahí que la pregunta: y vosotros, ¿quién decís que es Jesús? tiene una profundidad inmensa, de la respuesta que demos dependerá toda nuestra vida, dependerá que entendamos quiénes somos, y qué es lo que Dios tiene pensado para cada uno desde antes de la Creación del mundo.
La respuesta que demos, —si es sincera—, la iremos dando a lo largo de nuestra vida con todo lo que somos, no solo con el asentimiento de nuestra inteligencia, como si solo fuera conocimiento, sino con todo nuestro ser, con todo lo que somos: alma, corazón y vida, —como dice la canción—.
Lo diremos de un modo muy particular en la forma que tratemos a los demás, porque como dice San Juan en una de sus cartas, nadie puede amar a Dios a quien no ve sino ama al hermano que sí ve.
La fe (ese encuentro personal con Jesús que viene a salvarnos), —como todo lo que es auténticamente humano—, no se puede vivir solo en nuestro interior, en privado, sino que necesita manifestarse, mostrarse naturalmente a los demás.
La manifestación más extraordinaria de la fe es a través del amor a los demás, empezando por los más cercanos: cuando ponemos en práctica las obras de misericordia, los Mandamientos, las Bienaventuranzas.
Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Si Jesús es verdaderamente el Mesías, su Evangelio será realmente importante en nuestra vida, todo el Evangelio no solo esas partes más cómodas, más fáciles de llevar a la práctica, sino también esas que incomodan y se nos hacen cuesta arriba.
Si Jesús es verdaderamente el Mesías, en Él encontraremos la misericordia que nos levanta cuando el mal aceche nuestros pasos y caigamos en la tentación.
Buscaremos en Él el descanso de nuestras fatigas, será el confidente en el que descargar las preocupaciones y las cargas que amenazan con hundirnos tantas veces.
Si Jesús es el Mesías nuestra vida necesariamente cambia, toda nuestra vida, todo lo que somos, todo lo que tenemos, todo lo que hacemos, todo lo que podemos. Todo lo que anhelamos. Nuestra oración ya no consistirá principalmente en buscar que Dios nos escuche (algo que ocurre sin mayor problema), sino en conseguir que nosotros escuchemos a Dios.
Y vosotros, ¿quien decís que soy yo?