domingo, 18 de junio de 2017

¿Sexo, drogas, alcohol...? No, la respuesta es Cristo



Glorifica al Señor, Jerusalén, repetíamos en el Salmo responsorial como respuesta a la Palabra de Dios que nos interpela, que nos llama. 
Las maravillas de Dios no han cesado, simplemente hay que estar dispuesto a descubrirlas, pues están escondidas, veladas en medio de nosotros. Hemos escuchado en la primera lectura cómo Dios alimentó al pueblo de Israel en el desierto tras la huida de Egipto durante cuarenta años a la espera de entrar en la tierra prometida; hoy nosotros no somos alimentados ya con ese maná misterioso, sino con la Eucaristía, con el mismo Cuerpo y Sangre de Cristo que nos ofrece todo lo que necesitamos para vivir con esperanza mientras caminamos por nuestros desiertos particulares a la espera del Cielo tan deseado. 
Es maravilloso pensar en el amor de Dios por su pueblo, por cada uno de nosotros que ha llegado a inventar un modo tan sencillo de quedarse en medio de nosotros hasta el fin del mundo: la Eucaristía, el Pan de vida.
El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del Cuerpo de Cristo?
A través de la Comunión Sacramental entramos a formar parte de la divinidad de Dios, se fortalece en nosotros los vínculos de amor que Dios empezó a compartir a través del Bautismo, nos vemos confirmados en la fe, fortalecidos en la esperanza, enardecidos en el amor. Al comulgar debidamente preparados Dios entra en nosotros y nosotros entramos en Dios en un doble movimiento difícil de expresar con palabras, pero que nos llena de vida, de una vida nueva, de la que nos habla Jesús en el Evangelio: yo soy el pan vido que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Adán y Eva, nuestros primeros padres, desobedeciendo a Dios comieron del árbol prohibido y murieron a esa vida eterna, esa vida de comunión con Dios, esa vida sobrenatural que debía transformarles en auténticos hijos de Dios.
A nosotros se nos invita cada domingo a participar de un nuevo banquete a través del Cuerpo y la Sangre de Cristo, de su alma y de su divinidad, de modo que recuperemos esa vida que solo Dios puede dar al hombre, esa vida capaz de transformarnos: el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día.
¿No es, acaso, esta la pretensión de todo hombre, de toda mujer: vivir para siempre feliz? 
Poder tener en sí una vida capaz de superar las barreras de este mundo caduco, de este mundo que pasa, de este mundo que parece nos arrastra por unos derroteros que parecen prometer mucho pero que al final siempre nos dejan insatisfechos, vacíos, sin sentido, sin esa vida auténtica que nuestro corazón desea, que nuestra alma anhela.

Como le ocurrió a Jesús, hoy muchos siguen prescindiendo de este banquete celestial que nos ofrece en la Iglesia cada domingo, —incluso cada día—; los judíos le respondieron escandalizados: ¿cómo puede este darnos a comer su carne?, hoy muchos responden a través de la indiferencia, indiferencia que, —en definitiva—, esconde la misma pregunta. 
Sin embargo el discurso de Jesús sigue siendo el mismo. No se cansa de repetir de una manera y otra lo mismo: en verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. Y de nuevo:
Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre. 
Quizás sea momento de dejar de buscar otros alimentos distintos y hacer más caso a Jesús que nos habla en el Evangelio, que nos habla a través de la Iglesia. 
Aquello que tantos buscan a través de la droga, de la pornografía, del alcohol, del sexo desenfrenado y desordenado, del juego, de las apuestas, esa vida distinta, esa vida nueva solo llega a través de Cristo que nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre en la Eucaristía, permitiéndonos participar de su vida: esa vida que vence la muerte, que vence el fracaso, que vence la debilidad y la fragilidad en la que tantas veces nos vemos inmersos, sin salida. 
Quizás tú y yo nos tengamos que preguntar hoy: ¿dónde, cuáles son mis huidas, mis evasiones?
Solo Cristo es la respuesta a nuestros anhelos, a nuestros deseos más profundos de vida, de una vida buena, de una vida que llene nuestro corazón, que nos de un sentido, un para qué.

A María le pedimos que seamos fieles a la Misa del Domingo, que recibamos siempre a su Hijo con aquella pureza, humildad y devoción con que Ella le recibió, con el espíritu y fervor de los santos.