domingo, 25 de junio de 2017

No tengáis miedo!


Pienso que este Evangelio a todos nos recuerda al gran Papa Juan Pablo II que desde el cielo intercede por nosotros. ¡Cuántas veces nos repetía él: no tengáis miedo! Hoy Jesús en el Evangelio nos lo dice hasta tres veces.
Detengámonos a pensar un poco: ¿quién es el que me puede condenar al fuego y a la gehenna, es decir, al infierno? ¿Dios? 
En realidad no es Él; su querer es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, ¿quien es el que puede condenarme? 
Solo una persona puede condenarme, solo una persona puede hacer que mi destino sea el infierno, la muerte eterna: yo mismo. 

Yo soy el único que puedo hacer a través de mis decisiones y de mis actos que acabe en el infierno; esto ocurre cuando elijo en mi vida un camino distinto del que me propone Jesucristo, cuando elijo el odio, el rencor, las divisiones en vez del amor, cuando elijo la vida según la carne y no según el Espíritu, cuando el egoísmo vence en mí a la generosidad, la soberbia a la humildad, la gula a la templanza, la lujuria a la castidad, la pereza a la diligencia, la envidia a la alegría, la avaricia a la generosidad, etc etc, cuando me dejo llevar por caminos de sombra en vez de caminos de luz, cuando el Evangelio deja de iluminar mi vida... 

En resumen, cuando dejo de luchar contra esas tendencias que todos llevamos dentro y que pugnan por apartarnos de Dios en quien encontramos nuestra felicidad verdadera.
Es de mí mismo y de ese dejarme llevar tan propio de la cultura actual donde un absurdo relativismo se instala por encima de todo, como si la verdad de las cosas no existiera. 
Temor a todo lo que pueda apartarme del amor de Dios compartido con los demás en mi vida. Temor a una vida cenicienta y apagada, mortecina, anestesiada, una vida sin sufrimientos, —si eso es posible—, y por ello sin amor, sin esperanza, sin fe. 
Temor a una vida sin Dios. 
Sin Dios, ese Dios que es Padre, que es amor, esta vida se desvirtúa perdiendo su sentido, su luz y su color. 
Ningún árbol puede crecer sin un suelo donde echar raíces, sin un suelo de donde alimentarse, de donde beber y tomar fuerza para poder dar fruto, y fruto abundante; el hombre sin Dios pierde el suelo donde echar raíces, pierde su sustento, pierde la fuerza que necesita para crecer interiormente.
Dios es la Roca firme en la que enraizar nuestra existencia, nuestros valores, nuestra meta. 
Sin Dios nuestra existencia queda reducida a poco más que castillos en el aire, sin Dios nuestra existencia se vacía, y lo peor es que podemos vivir en ese vacío sin darnos cuenta, pensar que una existencia anodina, sin sentido, solo material, es todo lo que puede ofrecernos esta vida.  

Y no es así; el gran peligro está en acostumbrarnos a una vida pobre e insustancial, una vida sin vida. 
Una vida como si Dios no existiera, sin aspiraciones, sin más metas que las materiales, sin trascendencia. Del mundo y para el mundo, y por tanto mundana en el peor de sus sentidos. 
El que elige en este mundo una vida sin cielo, no encontrará cielo al otro lado. Decide vivir para la muerte y muerte encontrará para toda la eternidad. Y de ese infierno posterior a nadie podrá acusar más que a sí mismo. 

No tengáis miedo: valéis vosotros mucho más que muchos gorriones. El valor del ser humano es incalculable: somos hijos de Dios, y como tales tenemos que vivir y esforzarnos ayudados por la gracia de Dios que viene en nuestro auxilio. 
A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos. El camino hacia el cielo pasa por Cristo. 

Descubrir a Jesús presente en el Sacramento de la Eucaristía como contemplábamos el domingo pasado en la festividad del Corpus Christi es descubrir el camino de nuestra salvación. 

Descubrir que la Santa Misa no es solo un precepto que cumplir cada domingo, sino una oportunidad de encuentro semanal, más aún diario, con nuestro Salvador, una forma de ponernos de su parte, de declararle en medio de los hombres. 
Descubrir en los sacramentos un lugar donde descansar con Jesús, donde encontrarnos con Él, donde hallar paz y sosiego para nuestro corazón tantas veces arrastrado por las aguas de este mundo agitado y turbulento. 
Ver en la Eucaristía la Roca firme donde apoyar y enraizar nuestra vida, pues en el Pan Vivo encontramos nuestro descanso, encontramos al Amigo que permanece a nuestro lado incluso cuando todo parece derrumbarse y venirse abajo.
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma, muy al contrario vivamos con arrojo y valentía para contradecir con nuestra vida un mundo que se empeña en negar a Dios negándose a sí mismo, vivamos poniéndonos de parte de Dios, de parte de Jesucristo.
Se lo pedimos así a Santa María, siempre Virgen, Madre Dios y Madre nuestra.

Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.

Sdo. Corazón de Jesús, en Vos confío.