Jesús ha venido, —no lo podemos olvidar—, a salvarnos del pecado, a limpiarnos, y una vez limpios de toda mancha elevarnos a las alturas de Dios, haciéndonos de verdad hijos suyos.
Ha venido, por tanto, a unirnos a Dios de un modo totalmente nuevo, a darnos una nueva relación con Dios que no anula nuestras notas particulares.
El Espíritu Santo, —enviado por el Padre y el Hijo—, viene a dar continuación a la misión de Cristo a lo largo de la historia, haciendo de la historia una auténtica Historia de Salvación, una historia de amor de Dios con su pueblo.
Pentecostés es la venida universal, —para todos—, del Espíritu Santo; se le recibe a través de los sacramentos con el compromiso de guardar los mandamientos con la ayuda divina que Él nos da para lograrlo.
De ahí que la venida del Espíritu Santo, —saber recibirle en nuestra vida—, no es algo accesorio, superfluo, algo de lo que podamos prescindir sin más.
Vivir en el Espíritu Santo supone tener en nosotros la vida de Dios, vivir en el amor que une al Padre y al Hijo en el seno de la Santísima Trinidad, supone que corra por nosotros la savia de la vid que da vida a los sarmientos. En definitiva es estar unidos a Dios: la unión con Dios en Cristo se produce gracias a la acción del Espíritu Santo que obra en nosotros, que actúa en nuestra vida, en todo lo que tenemos, en todo lo que hacemos, en todo lo que somos.
Hemos visto en la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles lo que supuso aquel primer Pentecostés, aquella primera venida del Espíritu de Dios al mundo.
¡Qué cambio tan grande en aquellos discípulos asustados y llenos de miedo! De estar encerrados por miedo a los judíos pasan a profetizar y anunciar el Reino de Dios traído por Jesucristo; aquellos pescadores que no habían salido nunca de su tierra hablan en las lenguas de todos los territorios del Imperio Romano reunido en esos días en Jerusalén para la Pascua: el Espíritu Santo les llena de coraje y sabiduría y aquellos que huyeron de la Cruz se enfrentarán después a los más graves peligros hasta dar la vida por el nombre de Cristo.
Es del Espíritu Santo de quien surge la Iglesia misionera fundada por Cristo en la Roca de Pedro. Es hoy el Espíritu Santo el que sigue impulsando a la Iglesia a anunciar el Evangelio con alegría apoyados en la Roca de Pedro presente hoy para nosotros en el Papa Francisco.
Hoy como ayer.
El Espíritu Santo nos reúne a todos en un solo cuerpo como explicaba San Pablo en la segunda lectura, porque Él es el que obra todo en todos. A cada uno según su vocación, según su ministerio, su servicio, sus talentos propios que está llamado a poner encima de la mesa para el bien común de la Iglesia que nosotros vivimos de un modo concreto en nuestra Parroquia.
En nuestra comunidad parroquial no hay que esperar que toda iniciativa surja del cura, él es simplemente un administrador, en una parroquia hay mucho espacio para las iniciativas apostólicas de cada cristiano, de cada cristiana, sea sacerdote, religioso o laico; de hecho crecerá más conforme cada uno según su estado y la llamada que Dios le hace se ponga al servicio de todos en sus ocupaciones ordinarias y al servicio de los demás según el tiempo que disponga para ello.
El Espíritu Santo sigue llamando, sigue enviando, sigue fortaleciendo, alegrando, sanando, hoy como ayer, como en ese primer Pentecostés siempre que encuentre quien le reciba y le secunde en su vida.
En definitiva, para vivir con esa fe de la que nos habla el Evangelio, esa fe ya no solo capaz de mover montañas, sino los corazones para poner nuestra esperanza en Dios por encima de cualquier otra cosa y para amar al prójimo como Jesús nos ama, —hasta el extremo—, necesitamos al Espíritu Santo.
Somos movidos por una fuerza sobrenatural que solo puede llegarnos si estamos muy unidos a Dios por el Espíritu Santo a través de los sacramentos. Si le dejamos realmente influir en nuestra vida: en nuestras palabras, pensamientos y acciones a través de una vida de entrega a los demás.
María es la llena de gracia, la llena de Espíritu Santo, a Ella nos encomendamos para que también nosotros seamos dóciles a sus sugerencias e invitaciones, y con la valentía de los primeros cristianos llevemos el Evangelio, la Buena Noticia de Jesucristo, allá donde nos encontremos: en la familia, en el trabajo, con los amigos, en las vacaciones, etc., etc.
Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.
Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío.