Celebramos este domingo la Solemnidad de la Ascensión, un día de contrastes; de alegría y a la vez de cierta tristeza.
Jesús resucitado, con el cual los Apóstoles y muchos otros discípulos han compartido durante 40 días tantas experiencias, tantos momentos, han comido con Él, han compartido su andadura, sube a los cielos, asciende ante el asombro de todos; al mismo tiempo se va y se queda entre nosotros de otra manera a través de la acción de la Iglesia en la que el Espíritu Santo realiza la obra de la Salvación de Jesucristo a lo largo de la Historia.
Mientras compartió nuestra existencia, Jesús solo pudo estar en un lugar concreto, incluso después de su Resurrección hasta su Ascensión a los cielos solo estaba con unos pocos hombres y mujeres, unas pocas personas comparadas con todas las que había en el mundo…
Gracias a la Ascensión ya no es así, hoy todos y cada uno de nosotros podemos compartir nuestra vida con Él; pues una vez en el cielo puede estar con todos los hombres y mujeres que quieran acogerle en su vida gracias al regalo de la fe que Dios entrega a todo el que libremente quiere aceptarla.
Con la Ascensión del Señor, la misión de Jesús en la tierra culmina, llega a su cumbre, y dará lugar a la misión del Espíritu Santo cuya venida universal al mundo celebraremos el próximo domingo con la Solemnidad de Pentecostés.
Jesús que ve culminada su obra en el mundo, esa obra de redención, de salvación del género humano a través de su muerte, Resurrección y Ascensión al Cielo nos deja su testamento: la promesa del Espíritu Santo.
Con la Ascensión que hoy celebramos el hombre es definitivamente salvado, entra a formar parte de la intimidad de Dios.
Impresiona pensar cómo aquello que no podía cambiar se ve transformado: en el seno de la Santísima Trinidad, —la vida íntima de Dios—, hay ahora un hombre: Jesucristo, Dios y hombre verdadero, lo cual nos muestra la gran dignidad de cada hombre, de cada mujer pues estamos llamados a participar como Jesús en el mayor regalo que podamos imaginar: la unión total con Dios sin perder nuestra condición, cada uno con nuestras particularidades siendo de verdad hijos e hijas de Dios.
Nuestra vida toma un nuevo color, ya no es simplemente el pasar de los años sin un sentido especial, más bien todo lo contrario, toda nuestra vida se encamina hacia el misterio de la filiación divina en plenitud, a entrar también nosotros un día en la intimidad de Dios donde todos nuestros anhelos se verán cumplidos, todas nuestras expectativas cubiertas, nuestra sed de vida plena, saciada.
En la Ascensión del Señor vemos cumplida ya la meta a la que nosotros nos encaminamos mientras vivimos en el mundo, por eso hemos de luchar constantemente contra la mundanización de nuestra vida, es decir, con esa tentación tan sutil de vivir como si realmente no fuéramos hijos e hijas de Dios.
Vivimos en el mundo, pero sin ser del mundo, sin dejarnos llevar por las tentaciones de un mundo que en tantas ocasiones rechaza a Dios y su Palabra. Vivimos contracorriente.
Hoy Jesús nos entrega el último mandato, su última voluntad antes de subir al cielo: Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
No es suficiente con bautizar a los hijos; Jesús no solo nos pide bautizar, sino que junto a los sacramentos ha de llegar, comenzando por la familia, una catequesis adecuada a cada momento donde se enseñe a ser discípulos de Jesús, a tener un autentico encuentro con Él; no cabe esperar a la vida parroquial para comenzar, es la vida familiar la que tiene la primera responsabilidad en educar a los hijos en la fe, responsabilidad en la que nadie está solo porque Jesús nos acompaña en la Eucaristía siempre que nos dejemos acompañar por Él.
No hay mejor maestro que el testigo, que aquel que vive la fe como nos manda Jesús en el Evangelio.
Pidamos a María que nos haga testigos fieles de la Buena Noticia, del Evangelio de Jesucristo, de su presencia viva entre nosotros.
Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.